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lunes, 3 de mayo de 2010

Tigre, un capítulo (Javier Cófreces y Alberto Muñoz)


Apuntes a bordo


Selección de notas

El paisaje de las islas se contempla en movimiento. El río dispone la ceremonia del ojo. Vemos mientras vamos viendo.
La orilla es el frente y requiere girar la cabeza hacia los lados para observar. Miramos con el cuerpo de perfil al paisaje. Las dos orillas que propone el río muestran lo mismo; sin embargo, lo “mismo” es cambiante, una renovación intolerable.

Así como el beso resulta incompleto si la lengua se muestra quieta y pesada, la humedad de las islas requiere de un ojo activo para completarse.
El agua se rebela ante la quietud del ojo que repasa tonalidades con su franela marrón esquivando las pequeñas sombras, los orificios que la luz emprende entre las vainas y las ramas.

El río se manifiesta como espejo del cielo y cada orilla, como espejo de su orilla contraria. En ese juego especular vemos y no vemos. Así se mira en las islas.
El movimiento de la naturaleza es fagocitivo. Avanza comiéndose todo aquello que no es vegetal. Los animales escapan de su mordedura.
El isleño domestica su hambre insaciable, pero no impone disciplinas en la territorialidad y demarca las zonas para aligerar su paso: camino al muelle, camino al monte, camino a las casas vecinas.

El habitante de los fines de semana es quien impone la rigurosa disciplina. Contrata a un cuidador, a un sereno, a un centinela para que reproduzca un escenario ajeno a los ciclos naturales, una teatralidad dentro de la espesura: jardines y parques. Rara vez el cuidador de los parques copia el modelo para su propio territorio.

El verde discontinuo, siempre cambiante, no se mueve de su verdor;ilusiona con un rojo que no es más que la oxidación del verde. La piel muda y nos recuerda a ciertos animales. El habitante de los fines, de semana también muda de piel en el verano. El isleño se protege de los cambios con una ropa de trabajo que no cambia con las estaciones.

El habitante de los fines de semana, en cambio, traslada a la isla ropa de rezago. Pulóveres en desuso, trajes de baño descoloridos, buzos manchados, zapatillas agujereadas, camisetas viejas: es bien visto que uno more con andrajos.
El paisaje isleño se cierra sobre sí mismo porque el agua lo aplaca. Opera como el fuego, que detiene su batalla ante el elemento contrario.

El combate de los árboles es aéreo, una lucha permanente contra el viento y las tormentas. Tanto el isleño como el habitante de los fines de semana le imponen una desigual lucha terrenal. Vencido el árbol,caerá para siempre, mejorando un parque o alejando el peligro de una casa cercana a su monumental presencia. No hay dioses vengativos del verde pero sí de las aguas. La inundación aflojará los cimientos y ensuciará los jardines con desperdicios y alimañas. En esa guerra silenciosa conviven los múltiples habitantes del follaje.
El animal cruza el río en busca de un territorio que se muestra igual; sin embargo, otros son los olores que percibe, otros son los peligros, otros serán los aliados y los enemigos. El recorrido por el agua lava su cuerpo de toda vivencia anterior. Se renace en las orillas.
La muerte no es más que abono. Excepto el plástico, los tallos, la madera y hasta el metal se desmaterializan para alimentar un barro adánico que será el noble adobe constructor, o el bálsamo curativo de la modernidad.

El paisaje apenas si responde a las leyes geométricas o de perspectiva. El cálculo es inactivo; sólo el misterio une lo visible con lo invisible.
No es claramente selva ni claramente monte; el paisaje isleño se desplaza en un sí mismo diferente, cercano a una ciudad que lo toma como descanso.
Expresiones como “una ráfaga de viento se llevó el techo”, o “el repunte se tragó un escalón del muelle”, o “la glicina se comió una ventana”, estarían dando cuenta de un plan de la naturaleza para desarticular las pequeñas o grandes construcciones del hombre en las islas.
Maderas, techos, puertas y ventanas que desaparecen (sin que haya una mano humana intercediendo) obligan a pensar que, en un páramo misterioso, tanto el río como el verde construyen viviendas para descanso del viento y las mareas. Quizás también su plan de construcción contemple la división entre viviendas permanentes y de fin de semana.

La espesura de la foresta, la viscosidad del fluido, la energía botánica y la tensión zoológica confieren un marco privativo y refractario al orden humano.Los primeros moradores que se instalaban a la orilla de los ríos tenían a mano todo lo necesario para su supervivencia y una tregua (provisoria) permitía la convivencia pacífica entre la savia y la sangre.Los árboles (los dioses erguidos) fueron las nuevas y benefactoras deidades que hablaban por sus ramas mecidas por el viento, cantandosu canción vegetal.La literatura inventó moradores que a raíz de un naufragio a duras penas llegaban con vida a una isla (virgen) y se transculturizaban, hechizados por una madre que los dejaba participar de su reino salvaje.’Daniel Defoe quiso ser el primero en crear un mito insular. Robinson Crusoe instala un nuevo deseo por las islas que coincide con el retiro de las imágenes religiosas en la mitad del Siglo de las Luces.A partir de Descartes, Newton y Linneo la naturaleza cambia de signo y ya no es más una amenaza pulseando contra el ingenio del
hombre, sino un testimonio esplendoroso de las bondades del Creador.
Las islas pasaron a ser objetos de deseo: puntos de apoyo en las largas travesías con vientos, o simples agentes al servicio de la navegación.

Sarmiento acompañó estos recorridos de la moral europea y auguró la controversia de civilización y barbarie levantando su casa a orillas del río.
Los ríos verticales (salto, cascada, catarata) han arrastrado aguas hasta la exasperación (la espuma) buscando el eje horizontal donde armar su cama móvil. Las islas no tienen ríos verticales, salvo la lluvia
(la cortina) que baja del cielo para engrosar el caudal de los ríos.
El cuerpo de la bruma (solsticio de invierno) es denso y silencioso. Se desplaza enturbiadamente sobre las aguas. Corporizada en minusculas gotitas acuosas, polvos naturales e industriales, manifiesta su anatomía.
Lo intranquilizante de la bruma no está en su núcleo de condensación, sino en la liviana cortina que la brisa mueve para que podamos ver en su arrastre. Allí se yerguen los barcos fantasma de otro tiempo, las ánimas de los animales muertos y el lento paso de las ramas que miran con sus gajos atrevidos.
Durante la bruma isleña el agua parece no estar. Lo único que la delata es el sonido de los peces que saltan para participar del rocío.
Las casas pegadas a la costa sufren la ilusión de estar desprendidas de la tierra. Flotan en un vacío blancuzco, sopero. Marchan estáticas hacia una garganta que traga sin respiro.
Dante respetó la bruma y Turner la trató de cerca.

En la Edad Media las catedrales se erguían como monumentales libros de piedra (en sus fachadas estaban representadas las amenazas del mundo y en su interior, la gracia y la plenitud para combatirlas). El río también nos muestra su libro de agua y en él podemos leernos (el agua como espejo incita a una meditación) o advertir (entre líneas) una violenta y próxima inundación.
Los muelles son perfectos miradores.

En el campo la variedad del paisaje es producida por los animales y sus desplazamientos. Cuarenta vacas pastando cerca de un árbol, tres chanchos comiendo marlo o cuatro caballos junto a un bebedero son suficientes para el regocijo del ojo. El descanso que se experimenta en el campo entra por las cavidades orbitarias. La extensión, la lejanía, la línea del horizonte, retiran toda vertiginosidad.
Diferente es la montaña, donde la piedra es la encargada de los desplazamientos. Allí el ojo tarda en advertir que las luces y las sombras reflejadas en las moles producen un efecto caleidoscópico. El viento genera en el roce rocoso un sonido inquietante. El oído escucha la conversación pedregosa y el ojo se cierra para que la anatomía, en una suerte de desmayo, se rinda cuerpo a tierra. El cielo (la piedra cósmica) resulta entonces la culminación del paisaje.
En las islas poco y nada de esto sucede. Los animales actualmente son pequeños y se escabullen por los fondos de la maciega. Las piedras se transforman en árboles y el paisaje empuja hacia la orilla. El ojo está obligado a mirar el camino navegable.
Sentados es como mejor vemos el río. O embarcados de pie.
Hipnotizados por su lento desplazamiento, nos dejamos marear, entramos con el ojo en un arbitrario movimiento para leer en esas aguas los comportamientos del día.

Los árboles no tienen frente ni detrás. Se los mira como se miran las nubes y el río. Las hojas no están movidas por el viento sino por un movimiento interior que decide cuándo se soltarán de sus ramas.
El paisaje pone en jaque al aparato visual.
El río visto de noche aguza los oídos, y lo que se escucha es una lengua sonora que nos recuerda que alguna vez fuimos niños.
La isla ahoga. Entre la noche y el agua, el alma siente la falta de respiración. La luz eléctrica funciona como antídoto, como anestesia, como broncodilatador ante el miedo a tener una descompensación y que los relojes de la noche isleña marquen una hora nula, sin socorro vecinal, sin vehículo que nos traslade a una sala de primeros auxilios. El paisaje crece en su condición de ahogante.
Los que se van por agua (suicidas), los ahogados por tragar después de un accidente, los que cargados de vino emprenden el viaje a sus casas en una piragua que no resiste el bamboleo de sus cuerpos, todos aquellos que dejaron la vida por un descuido, por una desgracia o por
mal de amor, fueron sin quererlo los habitantes de un cementerio móvil. Si en tierra persiste el camposanto, podemos imaginar un aguasanta flotando entre camalotes y ramas de estación. Hay momentos en que se percibe que la agonía flota junto a objetos inertes, clavada a un manto marrón que oficia de ataúd sin rumbo.

Algunas teorías contemporáneas (que recibimos como chimentos) señalan que el tiempo tiende a “achicarse”. De allí la sensación de que los años pasan más a prisa, de que las Navidades tardan menos en llegar, de que los días no alcanzan para nada. Nuevas y más sutiles enfermedades se nos imponen y con ellas vacilantes terapias que apuntan a descongestionar el tránsito de las novedosas pestes contemporáneas.
Estrés, ataques de pánico, demuelen mamposterías y revientan arterias.
La percepción de este acontecer nos lleva a pensar en la posible elección de “otra vida”, no lejos de esta a la que estamos sometidos, una vida con más ingenuidad que pompa, con menos cemento y más pájaros; una aspirina verde, un nuevo Jurasic de jejenes lejos del brutal ruido y la falta de matices entre luz y sombra.

Es claro que la nueva vertiginosidad imperativa cobrará forma de maqueta. De ser posible, el cielo también debería ser diseñado (una toldería), para que un sol radiante renueve la energía que venía perdiéndose en el vano esfuerzo de vivir fuera de lo natural.
El “lugar con verde” podría ofrecernos cierto salvajismo atenuado, un redescubrimiento del cuerpo al aire libre, una práctica entre Robinson y Nalbandián. Un estar paisajístico otorgador de la ilusión de estar lejos del mundo.
El “cantry” estaría respondiendo a las mil maravillas con el modelo soñado. El nuevo paisaje fabricado (la nueva ciudadela) incluye barrera de acceso, policías corteses, calles asfaltadas, perímetros florales y casas (con alarmas y rejas) que no permitirán extrañar las anteriores comodidades de las que se ha huido. Nuevos barrios privados, nuevos teatros para una nueva vida parabólica.
Hay proyectos claramente avanzados que proponen injertar este modelo “de existir” en el mismo corazón del paisaje isleño. El dinero lo puede todo y cualquiera tiene derecho a soñar con su yacuzzi en el
muelle.

El nuevo tiempo “achicado”, si es que triunfa la ironía, seguirá marcándose con los relojes tradicionales. El tiempo cronológico siempre resultará apurado y el desasosiego que invade a los nuevos reclusos
continuará su marcha en la acabada maqueta. Sin embargo, donde haya “verde”, donde quede tierra sin polvo diseñado, donde haya un árbol y un pájaro sobrevolando su copa, el tiempo cíclico regirá con su naciente y su poniente, con sus estaciones, con la luna moviendo los líquidos del mundo. El antiguo reloj de arena, sobre la mesa de los indigentes, moverá su lenta lluvia amarilla para damos otra nueva oportunidad.
Ernest Junger pudo entenderlo antes de cumplir su aniversario 103 y escribió El libro del reloj de arena, un hermoso tratado sobre la paciencia.

Una antigua escritura relaciona al Delta con la tierra prometida. La escasa presencia de víboras en la isla se atribuiría a la abundante cantidad de tréboles que hay en la zona. La extraña asociación entre el ofidio y el yuyo de tres hojas proviene de Plinio el viejo. Según el naturalista romano la serpiente rehúye el contacto con el trébol, protector de toda inmundicia y ponzoña. Cuando nos embarcamos con agua alta, el manto de pasto queda al alcance de la mano; ahí es donde podemos “cazar” el otro trébol, el de cuatro hojas, que nos otorgará buena ventura.Quien primero encontró un trébol de cuatro hojas fue Eva. Al salir expulsada de su Paraíso tomó la planta, quizás como recuerdo, quizás como testimonio de que en su Edén habría algo prometido para todos.

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